domingo, 15 de agosto de 2010

Una mañana de julio


No tenía plena noción de haber despertado del todo. La cabeza parecía estar expuesta al mismo dolor de la infancia. Instintivamente, toqué mi cuerpo para constatar que todas las partes estaban en su lugar y, sorprendido, me di cuenta que estaba todo desnudo. A lo lejos escuchaba voces de humanos. Intenté incorporarme del matorral donde yacía, pero no respondieron mis piernas. No me alarmé. Tampoco me exigí explicación para tal situación. Mi mente lentamente cayó en un letargo y, sin quererlo, volví a perder el conocimiento.

Desperté de nuevo  acostado en una de las camillas abandonadas en el pasillo principal de un ambulatorio. Una sábana verde cubría ahora mi desnudez. Traté de ver algo… quizás a algún ser humano, pero seguía escuchando a lo lejos las voces de la gente entregada a su rutina urbana. Como pude apreté mi mejilla izquierda contra la fría pared del recinto asistencial, tratando de sofocar un poco la alta temperatura que se había apoderado de mi cuerpo. Me sentía sólo… desamparado. No sé si me llamo Virgilio, Edgar o Benito. No recuerdo quien soy, quien fui. No sé siquiera lo que me pasó anoche.

¿Anoche? La verdad es que diera todo por saber qué me dio de beber la mujer taxista que en la madrugada me llevaba a mi residencia ubicada al extremo sur de Punta de Mata. Sin reparar en lo extraño que una dama trabajara a esas horas, sucumbí ante la belleza de la chica, quien hábilmente me convenció con su hilera de dientes blancos y relucientes, de tomar unos tragos en la barra de una taberna en Maturín. A la tercera copa ingerida después de regresar del sanitario, no supe más de mi existencia. Ahora tengo este vacío mental  que amenaza con dejarme inconsciente otra vez, y un dolor post-operatorio en mi región lumbar derecha.

Con esfuerzo levanté un poco mi cabeza para ver a dos galenos caminando hacia mí. Me miraron con lástima y siguieron su camino. ¡Nada, estoy muerto y mi alma vaga en este hospital!, me dije y con tristeza comencé a sentirme culpable por no haberme despedido de mis seres queridos. En ese trance alcancé a oír las lapidarias palabras de los galenos: “Pobre hombre, es una víctima más de la burundanga. Menos mal que no le dieron mucho, porque así pudo salvar su vida”.

¡Uf..!, respiré hondo y me alegré de estar siquiera vivo todavía, aunque sin un centavo, sin ropa y sin mi riñón derecho. Me prometí no beber licor nunca más y desde este momento… ¡juro que mi mujer es la más bonita del mundo!

Crónicas urbanas

Andrés Eloy Ravelo

Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas literalmente como hechos de una realidad específica.

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