domingo, 29 de agosto de 2010

Amor electrónico


Conocí a Dubraska en uno de esos chats de la Internet. La atracción fue mutua. Rápidamente comenzamos a chatear y hablar por celular. Nos mandábamos  mensajes de texto todos los días, sin falta. Era como una adicción, estar en contacto con alguien a quien poco conocía, pero que se hacía más y más interesante a medida como lo sabíamos todo el uno del otro. Ella era impaciente cuando no le contestaba rápido, sin embargo no me desesperaba cuando sus respuestas tardaban, aún así  todo iba de maravilla. Era la magia del amor de lejos: ella viviendo en Maracaibo, yo con su recuerdo desojando margaritas en Maturín.

Y llegó el esperado tiempo de encontrarnos personalmente. En los días previos a la llegada de ella, el intercambio electrónico se intensificó al punto que  apenas yo  trabajaba y dormía, pensando que al fin dejaría de estar solo y que las palabras matrimonio y felicidad hasta podrían ser compatibles. Ella por su parte también se mostraba muy ilusionada y decía que todo esto era un sueño hecho realidad.

Dubraska aterrizó en el aeropuerto de Maturín un viernes al mediodía. Aprovechó que venía a un curso de estética corporal y se hospedaría casa de una amiga de la infancia. Yo la esperaba ansioso, aunque trataba de disimular la emoción del momento. Al verla en la salida de la puerta de desembarque lucía cansada, pero increíblemente hermosa. Me vio, se acercó, me escrutó de pies a cabeza y me abrazó tímidamente. Intuí que para ella ahora todo era distinto. Parecía como si al verme, la imagen idealizada que se había hecho de mí durante nuestro idilio electrónico, no coincidía con quien llegaba a buscarla. Y ahí mismo se le murió el amor.

Una vez dejarla en el lugar donde se hospedaría, le pregunté que cuando salíamos. Dubraska sonrió amargamente y dijo «yo te aviso». De ahí en adelante, no respondió emails, ni mensajes de texto, ni llamadas de teléfono.

Un día me presenté en su hospedaje temporal y al insistir en mi propuesta amorosa, me dijo: “Rafucho, vos sabéis que soy una chica digamos vergataria, una modelo re-top, re-vip, re-cool, súper fashion de muy high level…”.

-¿Y eso qué es?-, le pregunté.                   

-Bueno, que vos eres muy poco para mí, que soy demasiado para vos-, dijo cerrando la puerta. Pensé: “Caray, esto es nuevo para mí, siempre me habían rechazado por calidad, al creerme feo, pero nunca, ¡lo juro!, me habían rechazado por cantidad, al catalogarme de poco para ella”.

Crónicas urbanas

Andrés Eloy Ravelo

Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas literalmente como hechos de una realidad específica.

domingo, 22 de agosto de 2010

En el supermercado


A la lista que me hizo mi mujer le añadí whisky, soda para el whisky, tequeños para el whisky, ron por si se acaba el whisky. Cuando llegué al estacionamiento del supermercado ubicado en uno de esos centros comerciales de Maturín,  había una cola inmensa de vehículos esperando por un puesto. Y a punto de marcharme, vi a una mujer dirigiéndose a su vehículo. Frené en seco y me dije: “De aquí no me mueve nadie”. Sin prisa, la mujer abrió la puerta del auto, y metió una a una las bolsas revisando su interior, como si no fuera su compra, como si le extrañara ver el paquete de espagueti ahí. 
Ya en el supermercado, tomé un carrito para hacer la compra y me cuestioné: ¿Por qué todos los carritos tienen una hoja de repollo? ¿Es que hay un grupo de empleados que las van colocando por la mañana? Y más preguntas: ¿Por qué siempre me toca un carrito con las ruedas jodidas? ¿No sería mejor reciclar el grupo de empleados “repolleros” a mecánicos reparadores de carritos?
Así comenzó mi calvario, al percibir que el carrito escogido tenía vida propia. ¡Y es que tomaba sus propias decisiones!: Quería yo ir a la derecha, él se empecina en girar a la izquierda. Resignado, fui a la izquierda, total tenía que ir a la sección de café y el arroz. Pero de pronto  el carrito cambió de opinión y se paró. No quería andar el muy condenado y parecía estar atornillado en el piso. A duras penas conseguí empujarlo, pero esa vez se inclinó a la derecha, para embestir contra los estantes de las toallas sanitarias, y cayeron varios paquetes de toallas con alas. Me resultaron burlonas las risas de un grupo de damas cercanas.
Avergonzado, me fui sin el whisky a las cajas de pago. En mi camino por uno de los pasillos y frente a mí obstruyéndome el paso, veo a una familia entera, cuya madre estudia un producto detenidamente, lo compara con la competencia, lo sopesa, analiza ingredientes, fechas de envasado, caducidad, precios. ¿Pero qué diablos mira tanto? ¿Prepara un informe? ¿Será fiscal de precios? ¡Pero si sólo es un paquete de arroz! El marido está a punto de soltarle la segunda cachetada al niño de seis años que llora por un chocolate que regalan con un envase de cereal. La hija de 18 años, viste con pantalones negros talla 32 a punto de estallar. Topless que apenas contienen a unos desproporcionadas senos y dejan ver un ombligo perdido entre cauchitos flácidos. Para colmo, no cesa de aconsejar a la madre: “Compra el arroz pre cocido que es dietético y activa la eliminación de grasas”. ¡Bah.., a ti sí que te eliminaba yo, y a tu padre, y a tu hermano y a la analítica de tu madre… por obstruirme el paso tanto tiempo!, Finalmente llegué a las cajas registradoras. Todas repletas. Hice la cola en una y esperé. La cajera masticaba chicle, hacía bombas, trataba de ofrecer a la clientela una risa que de todas formas resultada muy fingida y era tan lenta que mi presión sanguínea aumentó. En eso una señora, justo delante de mí, dijo: “Oiga señor, ¿podría vigilarme un momento el carrito, que olvidé el perejil?
Y se fue sin darme tiempo de abrir la boca. La cajera se quedó sin cambio. Nos quedamos todos quietos esperando. Siguiente cliente y la del perejil sin aparecer. A un cliente en la caja no le funcionaba la tarjeta, o no había línea, ¡yo que sé! Mientras yo pensaba: “Al Monagas Sport Club ya le habrán hecho dos goles”. Le tocó el turno a la del perejil y no había llegado. Aparté su carrito para chequear mi compra. A mi espalda escuché: “Éste se la da de vivo”. No me di por aludido. En eso, el paquete de papel higiénico que había agarrado para chequear, ¡tenía malo el código de barras! Más espera. Sentí hastío, pagué y me fui viendo de reojo a la del perejil que aparecía con más paquetes. 

Crónicas urbanas

Andrés Eloy Ravelo

Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas literalmente como hechos de una realidad específica.

domingo, 15 de agosto de 2010

Una mañana de julio


No tenía plena noción de haber despertado del todo. La cabeza parecía estar expuesta al mismo dolor de la infancia. Instintivamente, toqué mi cuerpo para constatar que todas las partes estaban en su lugar y, sorprendido, me di cuenta que estaba todo desnudo. A lo lejos escuchaba voces de humanos. Intenté incorporarme del matorral donde yacía, pero no respondieron mis piernas. No me alarmé. Tampoco me exigí explicación para tal situación. Mi mente lentamente cayó en un letargo y, sin quererlo, volví a perder el conocimiento.

Desperté de nuevo  acostado en una de las camillas abandonadas en el pasillo principal de un ambulatorio. Una sábana verde cubría ahora mi desnudez. Traté de ver algo… quizás a algún ser humano, pero seguía escuchando a lo lejos las voces de la gente entregada a su rutina urbana. Como pude apreté mi mejilla izquierda contra la fría pared del recinto asistencial, tratando de sofocar un poco la alta temperatura que se había apoderado de mi cuerpo. Me sentía sólo… desamparado. No sé si me llamo Virgilio, Edgar o Benito. No recuerdo quien soy, quien fui. No sé siquiera lo que me pasó anoche.

¿Anoche? La verdad es que diera todo por saber qué me dio de beber la mujer taxista que en la madrugada me llevaba a mi residencia ubicada al extremo sur de Punta de Mata. Sin reparar en lo extraño que una dama trabajara a esas horas, sucumbí ante la belleza de la chica, quien hábilmente me convenció con su hilera de dientes blancos y relucientes, de tomar unos tragos en la barra de una taberna en Maturín. A la tercera copa ingerida después de regresar del sanitario, no supe más de mi existencia. Ahora tengo este vacío mental  que amenaza con dejarme inconsciente otra vez, y un dolor post-operatorio en mi región lumbar derecha.

Con esfuerzo levanté un poco mi cabeza para ver a dos galenos caminando hacia mí. Me miraron con lástima y siguieron su camino. ¡Nada, estoy muerto y mi alma vaga en este hospital!, me dije y con tristeza comencé a sentirme culpable por no haberme despedido de mis seres queridos. En ese trance alcancé a oír las lapidarias palabras de los galenos: “Pobre hombre, es una víctima más de la burundanga. Menos mal que no le dieron mucho, porque así pudo salvar su vida”.

¡Uf..!, respiré hondo y me alegré de estar siquiera vivo todavía, aunque sin un centavo, sin ropa y sin mi riñón derecho. Me prometí no beber licor nunca más y desde este momento… ¡juro que mi mujer es la más bonita del mundo!

Crónicas urbanas

Andrés Eloy Ravelo

Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas literalmente como hechos de una realidad específica.

domingo, 8 de agosto de 2010

¡Yelitza me tiene harto!


Esa mañana llego a  mi casa ubicada en el sector Tipuro de Maturín, tras dos días de ausencia motivada a una acalorada discusión sostenida con mi esposa.  Aunque no era mi costumbre, decido primero ir al patio para ver a “Riki”  y a “Pancho”, mis loros consentidos comprados en Tucupita. Al llegar ahí me sorprendo y me asusto mucho al ver un cadáver tirado en el suelo. Al pánico, le sigue el gesto instintivo de ver para todos lados y retroceder unos metros. Pero con el pulso acelerado, cuento hasta diez y me acerco. No había dudas, es un cadáver. Tiene desfigurado el rostro, con sangre todavía fresca deslizándose por su anatomía. Un muerto desconocido. Jamás había visto esa cara, ese torso pálido, esas piernas largas y velludas flexionadas con torpeza, seguramente por el homicida quien, deduzco, luego de asesinarlo, lo tiró en el patio de mi casa. Aprecio que era un hombre joven semidesnudo (apenas unos calzoncillos y unas medias) de unos 25 años, con una herida sangrante, tal vez de un balazo en la sien derecha, y varios hematomas en su pecho.

Pienso que primero será mejor avisar a la policía, pero advierto que no será tarea fácil explicar el hallazgo. “¡Necesito un abogado! Me acuerdo entonces de un amigo, pero no llamo. Entro a la casa por la cocina y con estupor veo en el piso un pantalón y una camisa que no son míos, máxime cuando están manchados de sangre.  Con esta nueva situación veo alejarse la posibilidad de llamar a la policía. Sobre todo cuando sigo las gotas de sangre hasta el dormitorio donde mi mujer todavía descansa.

Con el corazón latiendo muy aceleradamente, irrumpo en el cuarto y veo a Yelitza aun en bata de dormir, con chancletas de cuero negro, en su pelo  colgaban rollos de cartón extraídos del papel higiénico y con una mascarilla de aguacate en su rostro.

-¿Por qué volviste?-, pregunta ella.

-Encontré un cadáver en el patio-, contesto con fingida naturalidad para no alarmarla.

-Ah, ¿era eso? Pensé que venías para hacer mercado, comprar el gas. Fíjate que no hay agua filtrada en la nevera. Ah...y no te olvides que hoy vencen los recibos de luz, teléfono y del servicio de TV por cable.

-Encontré un cadáver...-insisto medio molesto.

-Te escuché -dijo ella inmutable- El mes pasado dijiste que había un ahorcado cerca, la semana pasada que violaron a una niña, que viste un ovni sobre Temblador...

-¿Piensas que estoy loco?-, digo vaticinando otra discusión con mi mujer.

-Te creo, ¡pero es que hay tantos problemas urgentes por solucionar en esta casa!


Crónicas urbanas
Andrés Eloy Ravelo

Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas literalmente como hechos de una realidad específica.

domingo, 1 de agosto de 2010

Frenesí comunicacional


Hoy salí de la casa sin el teléfono celular, al sentirme desprovisto de esa herramienta, entré en pánico y me devolví a buscarlo. Y es que el teléfono celular entró en mi vida para unirme comunicacionalmente con los demás, pero también para separarme sentimentalmente. Lo digo porque hace días, mi novia Camucha, después de siete años, rompió conmigo luego de leer en mi celular unos mensajes eróticos enviados por una tal Livia.

Eso antes no me pasaba. Tan sólo me pillaba notas en la ropa y se armaba la de San Quintín, pero con todo eso había comunicación. Hoy día la globalización comunicacional me ha sumergido en el mundo de las contraseñas: número clave al pagar con mis tarjetas en el supermercado, para abrir las puertas de mi vehículo, desactivar la alarma de la casa, para desbloquear mi celular, para entrar al computador, a la página del banco, a Cadivi, Seguro Social, a facebook, messenger, hi5, sónico, al correo electrónico, cantv… Ayer en la mañana, un tanto sonámbulo al calentar el desayuno, voy al microondas y trato de teclear mi contraseña. ¡Habrase visto!

Lo de los mails es típico: me entra un desespero por contestarlos, pero existen personas que sólo envían correos empezados por FWD… los reenviados… que son como los replicantes, pero en plan cadena. Puedo pasar años sin saber nada de la vida de esa gente, pero me atiborran con power-points esotéricos, con cartas que debo enviar por lo menos a 20 personas en la próxima hora o me quitarán la cuenta de correo y mi canario morirá al instante.

Un día normal de trabajo, se inicia en la casa al conectarme a la Internet antes de beber café, ducharme y salir. Luego en la oficina, enciendo la computadora después de saludar al jefe y de inmediato, leo los mails que me llegaron la noche anterior, reenvío algunos de los mejores a la lista de correo de los desocupados, navego por el website de subastas, almacenes virtuales y cuanto sitio encuentro para hallar una cámara fotográfica que quiero comprar desde hace días y no he podido encontrar. Así me la paso casi toda la mañana. Por la tarde, vuelvo a entrar al chat y termino la charla que dejé inconclusa; paseo por el facebook y después nueva tanda de respuestas de los últimos mensajes de la mañana, participo en el foro on-line: "¿Le parece justo tener tanto trabajo?", sesión que se ve interrumpida cada vez que alguien se acerca a mi escritorio, por lo que  oculto el foro poniendo a funcionar una opción de emergencia que despliega, en pocos segundos, cuadros estadísticos sobre toda la pantalla del computador. Cuando termina el horario laboral, arreglo el escritorio y me sirvo un cafecito. Leo por última vez el correo. Respondo y mando nuevos mensajes para el día siguiente. Al irme y desconectarme de la Internet, siento la terrible sensación de haberme separado de un ser querido.

 

Crónicas urbanas

 Andrés Eloy Ravelo

 Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas literalmente como hechos de una realidad específica.