domingo, 28 de julio de 2013

EN EL CAJERO AUTOMÁTICO

Era el último de una fila de 20 personas formada ante un cajero automático de una conocida entidad bancaria que opera en un centro comercial ubicado al sur de Maturín. Estaba mentalizado para la espera, pues me urgía tener dinero en efectivo. No habían transcurrido cinco minutos, cuando vi que una chica, toda despampanante, se acercaba a la cola de personas. Le sonreí, me correspondió con una pícara sonrisa, me dio los buenos días, por lo que en un asomo de galantería mía, la invité a que se formara delante de mí, a pesar de las miradas de protestas de algunos tarjetahabientes. La joven me miró con toda la coquetería posible, que derrochaba su ser, luego bajó y dirigió su mirada hacia su cartera estilo bolso, buscando un lápiz labial para repintarse sus carnosos labios. “¡Uf, parece que hoy toda la gente de Maturín decidió sacar dinero!”, me dijo con voz melosa y media sonreída. No me acuerdo la respuesta que le di, total no importaba, pues estaba yo todo embelesado por ella. Ambos expresamos varios comentarios intrascendentes, pero al final me contó que era maestra en una escuela de El Furrial y que con varias adivinanzas, preparaba un taller didáctico de matemáticas para sus alumnos de tercer grado. -Voy a ensayar contigo –me dijo soltándome una adivinanza: “Si hay cinco pájaros en una cerca y un cazador mata uno con una escopeta, ¿cuántos pájaros quedan? Consideré infantil la pregunta, más quise mostrarme práctico con mi respuesta: -Ninguno, porque todos vuelan asustados por el disparo”. Ella replicó: “Creo que mis alumnos no me darán esa respuesta, pero me fascina tu manera de pensar”. Pasó el tiempo y llegó el turno de la chica para utilizar el cajero automático y, fue cuando se le ocurre vaciar su bolso para buscar la tarjeta de débito, la cual introdujo dudando qué clave secreta marcar. “Clave errada”, se leía en un aviso del cajero. Con suma calma hurgó de nuevo en su bolso, tanteando cada objeto contenido allí, como si se extrañara tener demasiadas cosas en su cartera. Lentamente, insiste en revisar los números que componen la clave secreta. Luego procede a estudiar las instrucciones durante dos minutos, para después presionar “Cancelar”. Inserta la tarjeta y marca de nuevo la clave correcta y así, también comprueba el saldo. Después de un prolongado tiempo, en el que vanidosamente arregló su cabello, también la duda se apodera de ella, en el instante de seleccionar el monto a retirar, como además había olvidado los dos últimos números de su cédula de identidad. En ese preciso momento, se le ocurre retocarse el maquillaje facial nuevamente. Mientras, el tiempo transcurría inexorablemente. La voluptuosa mujer tardó tanto en terminar la operación, que la fila se duplicó, como también se colmó la paciencia de todos quienes allí aguardaban su turno de utilizar el cajero automático. Al iniciar su retirada me sonrió, lo cual aproveché para decirle una adivinanza: -Tres mujeres saborean un helado; una lo está lamiendo, la segunda lo está mordiendo y la tercera lo está chupando. ¿Quién de ellas está casada? La chica, toda colorada, titubea y luego responde: “Bueno, no estoy segura... supongo que la que lo está chupando...” -¡No, es la que tiene el anillo de matrimonio!, pero me fascina tu manera de pensar.-Respondí rápidamente, para luego olvidarme de la chica y fijar toda mi atención en el cajero automático. Crónicas Urbanas. Andrés Eloy Ravelo Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas, literalmente, como hechos de una realidad específica.

domingo, 21 de julio de 2013

LA POBRE LUISA FERNANDA

Con el dolorcito a veces fuerte y a la vez fastidioso, esperaba la llamada de la asistente del urólogo para que el galeno atendiera mi caso de cálculo renal que año tras año me ataca. La sala de espera de la clínica donde había acudido, estaba abarrotada de pacientes. Era yo el número 15 en la lista y el hambre me anunció que de ese lugar, no saldría antes del mediodía. Me había sentado justo al frente de un gran monitor de un televisor, en el cual se veía una telenovela. Una puerta contigua a la del consultorio del especialista se abre de improviso y la alegría invadió los rostros de los pacientes, ahora impacientes, quienes aguardábamos nuestro turno de vernos con el médico. Sale una señora toda triste e intrigado yo, le pregunté: -¿Señora qué cosa le dijo su médico para que esté usted así? “Me mando hacerme una plaquita”, me dijo aún con suma tristeza. -¿Supongo que del tórax, del abdomen o de la región lumbar?, añadí a la vez preguntado y me contestó aun con melancolía: “No, mijo…de mármol. Nada más pude comentar. Después y con asombro, vi que lentamente los pacientes iban pasando al consultorio del urólogo. Una señora de avanzada edad se sentó a mi derecha, me miró con dulzura, me sonrió amablemente y al instante, fijó su atención en el televisor. “Umm…, seguro estoy de que el médico ordenará hacerme un eco abdominal, si no una urografía, es la historia de siempre”, pensé para darme ánimo. Así pasaron las horas y alrededor de la 1:05 pm., en la pantalla televisiva se deja ver un letrero y oír una voz melosa pronunciar: “La hija del jardinero…, tan real como tu historia”. ¡Caray!, ¿sufrirá también de cálculos renales?, exclamé inconscientemente y la señora sentada a mi lado me miró con desdén. La novela de factura mexicana, en el fondo seguía siendo rosa: entre la protagonista (Luisa Fernanda) y su galán (Carlos Eduardo) se interpone una villana (Jennifer), quien pasa casi todo el programa dramático haciendo maldades. En el capítulo de ese día, Luisa Fernanda está a punto de casarse con otro hombre (Alfredo), bajo la creencia de que su príncipe le había fallado. De súbito percibí un aura de molestia en la señora sentada a mi lado. Como si quisiera ella impedir la boda de Luisa Fernanda, quien ante la insistencia del cura, dudaba en dar el sí. En eso centré mi atención en la sala y noté que la asistente del urólogo apenas había llamado a seis personas delante de mí. Sentí impaciencia y de nuevo el dolorcito del riñón. Sentí también preocupación porque no había renovado mi póliza de HCM. Además dudaba de la experticia del galeno quien iba a examinar y a diagnosticar mi dolencia. “Mejor me voy para Caracas”, pensé. Pasó que la señora me traspasó su angustia. Empecé a ser parte del sufrimiento de Luisa Fernanda. “¿Nadie impedirá esa boda?, murmuró en alto la señora. Parecía que el tiempo atentaba contra la felicidad de los protagonistas. De imprevisto creí ver dos lágrimas asomándose a los ojos de la señora y justo cuando Luisa Fernanda iba dar el sí, se escuchó, en el televisor, una voz oficial decir: “El Ministerio del Poder Popular para la Comunicación e Información, pasa a transmitir un mensaje de nuestro Presidente”. ¡Uf..!, alivio. Luisa Fernanda pudo salvarse…, por ahora. Crónicas Urbanas. Andrés Eloy Ravelo Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas, literalmente, como hechos de una realidad específica.

domingo, 14 de julio de 2013

DORMIR EN EL METRO

En aquel tiempo, buscaba yo empleo en Caracas, con la esperanza de ver luego a mi amada Zenaida, a quien no veía hace tiempo. Se me ocurrió subir al Metro vestido de saco y corbata para la entrevista de trabajo, pero me sentía un tanto somnoliento, tras pasar la noche casi en vela pensando qué diablo me iban a preguntar. En realidad, no abordé el Metro por mi propia cuenta, pues un rio de gente cual estampida de búfalos, irrumpió en la estación llevándose todo a su paso. Y aquí estoy dentro del vagón, ¡como sardinas en lata! Como cosa rara, pude hallar un asiento disponible y por arte de magia, mis párpados iniciaron un vertiginoso descenso. No obstante, mi cuerpo parecía muy sabio: al detectar el traqueteo del Metro y que me estaba durmiendo, endureció los músculos cervicales para que mi cabeza se mantuviera tiesa. Esto además de incomodo, mi hizo temer que nunca más tendría el control completo de mi cabeza. En ese momento inicié la tenaz lucha contra las ganas de dormir. “La mejor forma de dormirse es no querer hacerlo”, me dijo Zenaida un día cuando viajábamos juntos en el Metro. Pero aun así empiezo a sentir que los parpados están pesados. Una parte de mi cerebro parecía hablarme: “Duérmete que es lo mejor para ti, yo dejo en alerta al subconsciente y cuando llegue tu parada te aviso”. Mas el sentido común me aconsejaba: “No te duermas, porque toda esta gente te está mirando. Acuérdate de los ronquidos y de que te pueden hurtar el celular”. La guerra por no dormir duró de 10 a 15 segundos, en los cuales pasé de estar despierto, leyendo el periódico del sujeto sentado delante, a estar completamente dormido, aislado del exterior. Tan profundo fue el sueño, que el subconsciente encargado de despertarme cerca de la parada, se le olvidó tal cosa. Con el ojo derecho y medio cerebro sin despertar del todo, alcanzo a ver como se cierran las puertas en la estación donde debía bajarme, por lo que aun con un onírico sopor, salgo disparado del asiento, olvidándome de que sobre las piernas tenía el currículo a medio arreglar, cuyas hojas se esparcieron por los rincones más alejados del Metro. Parecieron eternos los minutos gateando entre las piernas de los pasajeros en busca de los papeles. En eso, el subconsciente consiguió despertar al resto de mi cuerpo, especialmente, al sentimiento de vergüenza que me hizo oír una risita burlona. Era Zenaida al fondo del vagón, abrazada con un tipo rubio. Me sentí tan imbécil como para saludarla y presuroso, bajé en la siguiente estación. Tres días después regresé a Maturín, sin empleo y sin Zenaida... Crónicas Urbanas. Andrés Eloy Ravelo Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas, literalmente, como hechos de una realidad específica.

domingo, 7 de julio de 2013

HISTORIA DE AMOR Y HUMOR

Astrid se preguntaba por qué rayos su ex-novio la citó en el cementerio viejo de Maturín, a fin de reiniciar una relación de amor que ella daba por finalizada. En esos momentos se realizaba el sepelio del padre de un amigo de su otrora chico y los llantos de dolor reinaban en el ambiente esa mañana cuando, extrañamente, no llovió. -Gracias por venir Astrid. Tú siempre cumplidora con lo que prometes. -¡Ah, déjate de halagos hipócritas, César, que todavía no sé qué hago en este lugar tan fúnebre! -Te invité a venir para reiterarte mi amor. Quiero confesarte que fui un estúpido al romper nuestra relación, por eso quiero que… ¡no me vayas a decir que no!, ¡te lo pido por favor! Ambos jóvenes se apartaron de la muchedumbre que alrededor del féretro hablaba, lloraba, se tapaba del sol. Un pequeño grupo de mujeres en ese entierro, aprovechan la ocasión para criticar entre sí la manera como vestían algunas damas. El diálogo entre la pareja parecía no prosperar. Como si la historia de amor que ambos protagonizaban dependía de circunstancias extrañas a ellos para florecer. Astrid, renuente en creer las promesas de César, optó por abstraerse y ocupar su mente en leer los epitafios tallados en las lápidas de mármol de varias tumbas del viejo camposanto. En una se leía: “Aquí descansa José Julián 1929-1985, buen esposo, buen padre…mal electricista”. Al lado escribieron una leyenda de despedida de semejante contexto: “Aquí yace Josefina Mercedes Lárez Semprún. 1893-1963. Señor, recíbela con la misma alegría con la que yo te la mando. De su yerno Antonio José Benfica”. Siguieron su camino sin rumbo determinado. César insistiendo para que ella volviera a aceptarlo, Astrid bloqueándose mentalmente para no caer en la tentación de decirle que sí. La chica, en el recorrido entre los panteones y tumbas abandonadas en el cementerio, notó que los ladrones cargaron con cuanto metal había (cruces, jarrones, pasamanos, argollas, rejas, láminas de zinc entre otros). Un poco más allá, leyó otro epitafio: “Dorotea Leónidas Lara 1924-1989. Recuerdo de todos tus hijos menos Ricardo, quien nada dio para el entierro”. -¿No me está escuchando?-, insiste César muy interesado en la chica. Pero Astrid sigue horrorizada por la acción de los vándalos en el camposanto, pues tampoco veía rastro de los crisantemos y gladiolas que ella había colocado en la tumba de su abuela hace tres días. En eso voltea hacia la sepultura vecina y se detiene ante un letrero que rezaba: “Perdonemen que no me levante a recibirlos. De Alfonso José Iturbe 1928-1978” Más adelante volvió a leer otra lápida con este singular epitafio: “AL ratero quien se llevó todo lo que había aquí, no creo que devuelva la biblia que dejé abierta, pero al menos espero que la lea y la entienda, a ver si siendo más culto le hará ver esta vida de otra manera. De Eulalia, única hija de Lourdes Centeno 1914-1999. Q.E.P.D”. Crónicas Urbanas. Andrés Eloy Ravelo Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas, literalmente, como hechos de una realidad específica.