domingo, 3 de octubre de 2010

Una boda más


Estaba yo de traje negro y de espaldas ante el altar. Al frente las dos hileras de asientos repletas de cuantos invitados habían en la lista de boda elaborada por Mildred, la mejor amiga de la que hoy será, de nuevo, mi esposa. Esta noche me uno en matrimonio, por tercera vez, con la misma mujer tras dos divorcios anteriores con ella misma. Pero hoy es nuestro primer casamiento por la iglesia. Del primer divorcio sólo me quedó una desvencijada camioneta, unas fotografías con mis dos hijos, un juego de dominó y las chancletas que no se llevaron los ladrones cuando desvalijaron la casa meses antes. Del segundo divorcio, luego de un abrupto acuerdo “legal” propuesto por mis hijos, me quedó muy poco, además de la sensación en mi corazón de que nunca, ¡pero nunca!, volvería a tropezar con la misma piedra.

Y aquí estoy… ¡no sé qué hago en esta iglesia de Caripito Arriba! No fueron los “ruegos” de mis hijos ahora convertidos en adolescentes. Tampoco los consejos de Beltrán temiendo una vejez mía en la soledad. Pues, no tengo la más remota idea del porqué accedí a protagonizar un nuevo casamiento con Luzimar. ¡Ah..!, ¡cuánto ansiaba que ella desistiera del asunto y no profanara este bendito templo con su presencia! Pero… ella llegó. “Diga usted joven dama, si acepta por esposo a Eloy Hernández”, preguntó el sacerdote luego del protocolo de rigor.

Luzimar tomó su tiempo. “Ojalá se arrepintiera”, pensé y luego  entre los asistentes, escuché a mis espaldas un murmullo: “¿Por qué las mujeres siempre se quieren casar?” Una respuesta automática afloró a mi cerebro: “Porque para tener un choricito, tienen que cargar con el cerdo entero”.

“Sí, padre, quiero ser su esposa”, la afirmación de Luzimar me resultó lapidaria. Fue entonces cuando el pánico se apoderó de mí al momento del sacerdote hacerme la misma pregunta. Nervioso, voltee hacia los concurrentes a mi boda  y percibí un legado de ceños fruncidos, especialmente en los rostros de mis dos hijos. Mas allá estaba Zulay, con cara de incrédula y de no saber qué carrizo hacía yo allí, casándome con una mujer quien no era su amiga Milagros. Sentí la presión sobre mis hombros. Sentí ganas de correr y no pararme hasta llegar a Maturín…

“Sí, padre acepto”, dije con cierta resignación esperando un milagro de última hora.

Casarme de nuevo con Luzimar, no estaba en mis planes esta noche, pero la alegría de familiares y amigos asistentes me arrancó de mis pensamientos, para arroparnos por completo, obligándonos a salir del templo a la respectiva celebración. Ya afuera, entre gritos de “¡Vivan los novios!” y los baños de arroz precocido, se detiene bruscamente una limosina negra, de la cual sale Milagros en traje nupcial para increparme: “¡Eloy, qué hiciste! ¿Por qué no me esperaste?”.

-¿Acaso no leíste el mail que te envié hace dos días? Ah Milagros, ¡tú siempre dejando para leer después tus correos!

Crónicas urbanas

Andrés Eloy Ravelo

Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas, literalmente, como hechos de una realidad específica.

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