jueves, 21 de octubre de 2010

Un simple despecho


Fue absurda la ida a ese automotel del sur de Maturín con dos mujeres ya maduras. Recordaba el rostro de una de las féminas, pero no su nombre. La otra era una completa desconocida, pues no recordaba su cara, mucho menos su nombre. Reconozco que las chicas provocaban unas ganas en mí, pero no me acordaba de qué.  En realidad sentí que muchas partes  de mi cuerpo me dolían y  el pedazo de músculo varonil que no me dolía, simplemente no funcionó, a pesar de la pastillita azul. Me vi desnudo ante ellas y comprobé que todos mis años quedaron arremolinados en mi abultado abdomen.

Y es que ayer mi ánimo rodó por el piso, cuando María Andreína simplemente me confesó que ya no me amaba, tirando así al olvido 26 años de matrimonio. ¡Si ella supiera que su recuerdo germina en mi corazón! Cuánto diera por despertar cada mañana y sentir de nuevo su aliento en mi cuello, el calor de sus labios carnosos en mis mejillas, el contacto de sus dedos en mi piel y esa intuición esperanzadora de vivir o morir de viejo postrado en su regazo.

Aun ensimismado, me arreglé algunos disminuidos mechones de pelo intentando tapar la calva, cuando una las mujeres me dijo: “Te ves espléndido”. Frente al espejo recapacité y me dije: “en la vida de un hombre hay tres etapas: la juventud, la madurez y el te ves espléndido”. Entonces opté por criticar a las nuevas generaciones, al creer que todo aquello que la Madre Naturaleza me había dado, el Padre Tiempo empezaba a quitármelo. Me consolé al pensar que, a mi edad, tenía muchas respuestas para la vida, aunque ya nadie me pregunta nada. También recordé que un día María Andreína, con voz tranquila, aconsejaba a su adolescente hermana de esta manera: “Debes fijarte muy bien a la hora de escoger marido. Ve a tu cuñado, sabe arreglar autos, lavadoras y cualquier aparato eléctrico”. Pensé que era un digno elogio para mí, hasta que agregó: “No te cases con un hombre así, porque nunca vas a tener nada nuevo”. Voltee hacia las chicas, las miré con desdén y de un jalón, bebí el whisky restante en la botella, para luego huir del lugar. En el camino, no aguanté las ganas e impulsado por el desamor, decidí llamar telefónicamente a María Andreína.  En el  teléfono de la casa, la voz displicente suya en la contestadora dijo: “Hola, probablemente me encuentro en casa, pero estoy evadiendo a una persona que no quiero volver a ver. Deja tu mensaje y si no te devuelvo la llamada... ¡eres tú!

Crónicas urbanas

Andrés Eloy Ravelo

Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas, literalmente, como hechos de una realidad específica.

domingo, 10 de octubre de 2010

El cuerpo de Estefanía


Miré a Estefanía lanzar con furia su celular una vez haber hablado. La expresión de sus ojos semejaba la mirada de las estatuas perdiéndose en una vorágine de incertidumbre. En ese momento, le hubiera gustado sentir algo distinto a ese atosigante deber moral de rendirle cuentas a su esposo de su andar por esta vida. Y me vio con un dejo de angustia y de malicia. Porque minutos antes, ella disfrutó al máximo de nuestro momento de sexo desmedido, una vez que nos recluimos en un apartamento suyo dispuesto para el descanso de su agotadora campaña electoral, en la cual ella era la candidata con mayor opción a ganar un curul en la Asamblea Nacional.

Aun con el clímax en reposo y en cuestiones de segundos, repaso mentalmente todo lo que hice con ella en la cama y recuerdo  que el cuerpo de Estefanía es fuerte y elástico. Su sonrisa de entrada es una invitación a recorrerlo. Me fascina su vientre aplanado y sus muslos firmes. Desde la cima de sus rosados pezones, disfruté del paisaje que caracteriza su estructura corporal: valles, senderos, recovecos, playas, desiertos, selvas y volcán. Huele a vainilla y ese olor delata sus pasiones. Su cuerpo se clavó de tal forma en mi memoria, que no dejó espacio para olvidarlo.  Y es que me seduce su silueta de niña dicharachera, sin vergüenza de exhibir tanto sus victorias como sus derrotas.

Pero para ella Juan José, su esposo, estaba comportándose muy extraño. Aunque no me lo confesara, a Estefanía eso le irritaba. Como autómata, se paró de la cama y con su blanca desnudez, se internó en el pequeño baño de la habitación donde estábamos. Con sigilo, me acerqué a husmear y la sentí sollozar. “Hablé con Juan José”, me dijo precipitadamente mientras borraba cualquier vestigio de lágrimas en sus mejillas.

-¿Te llamó o lo llamaste?

-¡Me llamó, no seas pendejo! Fue una llamada normal -dijo esto último con una voz cargada de tal pureza, que parecía un piropo.

-Sus llamadas nunca son normales, pero, ¿cuál es el problema con la llamada de Juan José? ¿Te insulta, te amenaza?

-¡Qué va! Es incapaz de algo así.

-¿Piensas hablar de nuevo con él?, dije con algo de celos.

-Probablemente.  Mira, en verdad, no sé, o… sí, en cierta forma. De hecho sí.

-Estás muy metafísica.

-Ah, ya aprenderás a conocerme mejor cuando puedas ser un buen amante, dijo y me miró de tal forma, que estuve tentado a llevármela a la cama otra vez.

-¡Si estás pensando en sexo, olvídalo y te viste para que te vayas!”, me advirtió de improviso.

-Tranquila, mi candidata. Te comportas como si no te hubiera dado gusto lo que antes hicimos. Todavía hay suficiente café. Me quedaré un rato. Pero, dime, ¿qué te dijo tu marido para que te entristecieras y te molestaras a la vez?

-Nada.

-¿Nada y tienes como “frustrechera” encima?

-Es que…, el muy descarado desconoció las encuestas que me dan de primera en las preferencias del electorado. Decidió seguir con su candidatura hasta el final  y  que eso de la unidad era pura vaina inventada por mi comando de campaña para fregarlo a él.

-Umm…, no nos queda otra que negociar con él. En este momento, ¿puedes llamarlo a tu cama? Estefanía me miró de una manera extraña: “Hazme un favor: vete. Mejor: ¡lárgate!”, me gritó sin derecho a réplica.

Crónicas urbanas

Andrés Eloy Ravelo

Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas, literalmente, como hechos de una realidad específica.

domingo, 3 de octubre de 2010

Una boda más


Estaba yo de traje negro y de espaldas ante el altar. Al frente las dos hileras de asientos repletas de cuantos invitados habían en la lista de boda elaborada por Mildred, la mejor amiga de la que hoy será, de nuevo, mi esposa. Esta noche me uno en matrimonio, por tercera vez, con la misma mujer tras dos divorcios anteriores con ella misma. Pero hoy es nuestro primer casamiento por la iglesia. Del primer divorcio sólo me quedó una desvencijada camioneta, unas fotografías con mis dos hijos, un juego de dominó y las chancletas que no se llevaron los ladrones cuando desvalijaron la casa meses antes. Del segundo divorcio, luego de un abrupto acuerdo “legal” propuesto por mis hijos, me quedó muy poco, además de la sensación en mi corazón de que nunca, ¡pero nunca!, volvería a tropezar con la misma piedra.

Y aquí estoy… ¡no sé qué hago en esta iglesia de Caripito Arriba! No fueron los “ruegos” de mis hijos ahora convertidos en adolescentes. Tampoco los consejos de Beltrán temiendo una vejez mía en la soledad. Pues, no tengo la más remota idea del porqué accedí a protagonizar un nuevo casamiento con Luzimar. ¡Ah..!, ¡cuánto ansiaba que ella desistiera del asunto y no profanara este bendito templo con su presencia! Pero… ella llegó. “Diga usted joven dama, si acepta por esposo a Eloy Hernández”, preguntó el sacerdote luego del protocolo de rigor.

Luzimar tomó su tiempo. “Ojalá se arrepintiera”, pensé y luego  entre los asistentes, escuché a mis espaldas un murmullo: “¿Por qué las mujeres siempre se quieren casar?” Una respuesta automática afloró a mi cerebro: “Porque para tener un choricito, tienen que cargar con el cerdo entero”.

“Sí, padre, quiero ser su esposa”, la afirmación de Luzimar me resultó lapidaria. Fue entonces cuando el pánico se apoderó de mí al momento del sacerdote hacerme la misma pregunta. Nervioso, voltee hacia los concurrentes a mi boda  y percibí un legado de ceños fruncidos, especialmente en los rostros de mis dos hijos. Mas allá estaba Zulay, con cara de incrédula y de no saber qué carrizo hacía yo allí, casándome con una mujer quien no era su amiga Milagros. Sentí la presión sobre mis hombros. Sentí ganas de correr y no pararme hasta llegar a Maturín…

“Sí, padre acepto”, dije con cierta resignación esperando un milagro de última hora.

Casarme de nuevo con Luzimar, no estaba en mis planes esta noche, pero la alegría de familiares y amigos asistentes me arrancó de mis pensamientos, para arroparnos por completo, obligándonos a salir del templo a la respectiva celebración. Ya afuera, entre gritos de “¡Vivan los novios!” y los baños de arroz precocido, se detiene bruscamente una limosina negra, de la cual sale Milagros en traje nupcial para increparme: “¡Eloy, qué hiciste! ¿Por qué no me esperaste?”.

-¿Acaso no leíste el mail que te envié hace dos días? Ah Milagros, ¡tú siempre dejando para leer después tus correos!

Crónicas urbanas

Andrés Eloy Ravelo

Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas, literalmente, como hechos de una realidad específica.