sábado, 11 de enero de 2014

UNA MAÑANA DE JULIO


No tenía plena noción de haber despertado del todo. Estaba desorientado y la cabeza parecía estar expuesta al mismo dolor de la infancia. Instintivamente, toqué mi cuerpo para constatar que todas las partes estaban en su lugar y, sorprendido, me di cuenta que estaba todo desnudo.

A lo lejos escuchaba voces humanas. Intenté incorporarme del matorral donde yacía, pero no respondieron mis piernas. No me alarmé. Tampoco me exigí explicación para tal situación. Mi mente lentamente cayó en un letargo y, sin quererlo, volví a perder el conocimiento.

Desperté de nuevo, esta vez, acostado en una de las camillas abandonadas en el pasillo principal de un dispensario. Una sábana blanca cubría ahora mi desnudez. Traté de ver algo… quizás a algún ser humano, pero seguía escuchando a lo lejos las voces de la gente entregada a su rutina hospitalaria. Como pude, apreté mi mejilla derecha contra la fría pared del recinto asistencial, tratando de sofocar, un poco, la alta temperatura que se había apoderado de mi cuerpo. Me sentía sólo… desamparado. No sé si me llamo Virgilio, Edgar o Benito. No recuerdo quien soy, quien fui. No sé siquiera lo que me pasó anoche.

¿Anoche? La verdad es que diera todo por saber qué me dio a beber la mujer taxista, quien en la madrugada de una noche lluviosa, me llevaba a mi residencia ubicada al extremo sur de Punta de Mata. Sin reparar en lo extraño que resulta ver a una dama trabajando de taxista a esas horas, sucumbí ante la belleza de la joven, quien, con su hilera de dientes blancos, hábilmente me convenció de tomar unos tragos en la barra de una tasca en Maturín. A la tercera copa ingerida después de regresar del sanitario, no supe más de mi existencia. Ahora tengo este vacío mental que amenaza con dejarme inconsciente otra vez, además de un dolor post-operatorio en mi región lumbar derecha.

Con gran esfuerzo, levanté un poco mi cabeza para ver a dos galenos caminando hacia mí. Me miraron con lástima y siguieron su camino. ¡Nada, estoy muerto y mi alma vaga en este hospital!, me dije y con tristeza, comencé a sentirme culpable por no haberme despedido de mis seres queridos. En ese trance alcancé a oír las lapidarias palabras de los médicos: “Pobre hombre, es una víctima más de la burundanga. Menos mal que no le dieron mucho, porque así pudo salvar su vida”.

¡Uf..!, respiré hondo y me alegré de estar vivo todavía, aunque sin un centavo, sin ropa y sin mi riñón derecho. Me prometí no beber licor nunca más y desde este momento… ¡juro que mi esposa es la más bonita del mundo!

Crónicas Urbanas. Andrés Eloy Ravelo Nota del autor: Los lugares, personajes y situaciones relatadas aquí, tienen un carácter hipotético. En ningún caso deben ser interpretadas, literalmente, como hechos de una realidad específica.

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